ÁMSTERDAM Una ciudad ganada al mar
Precisamente lo que le da impronta y belleza. Incluso el nombre, pues a Ámsterdam le viene de la presa -‘dam’, en neerlandés- que se levantó para contener y desviar las aguas del río Amstel.
Preste atención y quédese con estas cifras: 165 canales, 1.280 puentes y 600.000 bicicletas; pronto se dará cuenta de que son los principales rasgos que dibujan y dan carácter al perfil de la capital de Holanda -mejor, Países Bajos-. Memorice también un nombre, Centraal Station, un imponente edificio de ladrillo del siglo XVIII que sirve como el clásico lugar de referencia dado que por su puerta pasan prácticamente todas las líneas de autobús, de tranvía, de tren y de metro. Y los transbordadores, pues a su espalda recalan los ferris gratuitos que conectan con el barrio Noord. Esa estación central, junto a la plaza del Dam y la calle Damrak que une ambos puntos, forma el eje vertebrador de la ciudad y, en nuestro caso, el perfecto punto de arranque para descubrir Ámsterdam.
Allí, en la calle Damrak, recién apeado de la estación, no es mala elección seguir el consejo de doblar la primera esquina que encuentres y dejar que la ciudad te atrape. En Ámsterdam es fácil. Y recomendable.
En cualquier dirección que uno se mueva encontrará agua; pasear por la ciudad te convierte en partícipe de un juego de puentes y callejuelas en una sucesión inacabable, casi infinita hasta donde den los pies o el resuello. Cada canal es una calle y cada calle, un canal cuyos márgenes adornan viejas edificaciones viejas, edificaciones pero bien conservadas y mejor cuidadas. Como las calles mismas, hechas para el disfrute del paseante, pues el coche es un actor muy secundario de ese paisaje.
En ese tránsito hacia ninguna parte a través del corazón de la ciudad, el andarín no tarda en observar la curiosa geometría que presenta un buen número de edificios. Le llaman la atención primero las estrechas fachadas y los grandes ventanales, sin visillos o persianas la mayoría de ellos; también, a medida que pasas frente a los portales, se sorprende de las empinadas escaleras de una inclinación casi imposible En esas, el ojo de arquitecto que lleva todo turista dentro descubre el inestable equilibrio que ofrecen: algunas casas se encuentran levemente inclinadas hacia un lado; incluso hacia el frente otras. Se trata del peaje por construir en zonas de marisma ganadas al mar, sobre el turboso suelo en el que han de asentarse y pivotar los profundos pilares. Las casas ladeadas ahí siguen, en pie, prestando cobijo a sus habitantes, como cuando fueron levantadas hace más de trescientos años y formando parte del decorado urbano.
Jordaan, el barrio
Y así es como nos topamos con Jordaan, un barrio coqueto, de origen obrero y hoy de clara vocación bohemia. Repleto de rincones sugerentes, de esquinas con terracitas; lleno de artesanos, de minúsculas tiendas y cafés, con casitas antiguas y pintorescas muy cuidadas, adornadas con tiestos. Da gusto perderse y bucear en aquel entramado de callejuelas ordenadas en cuadrículas.
Pasito a pasito, el viajero acumulará una buena caminata por este barrio que preside la curiosa iglesia de planta octogonal Noorderkerk. Si el cuerpo le pide un descanso, aproveche para conocer al paisanaje en uno de lo muchos ‘bruin cafés’ (literalmente, ‘cafés marrón’, nombre acuñado por la coloración de techos y paredes debido al tinte dejado durante años y años por el humo del tabaco de los clientes) diseminados por el barrio. En esas típicas tabernas, a medio camino entre lo que aquí conocemos como pub y cafetería, uno puede solazarse y descansar mientras se toma la clásica pilsje o cerveza de barril del lugar, un bocadillo de un no menos típico queso de bola holandés o un plato del día. Lo que cuadre.
Manejarse por aquel entramado no es complicado, pero la similitud de calles y el trazado geométrico del barrio pueden desorientar. Una buena decisión es recorrerlo en paralelo al bello canal Prinsengracht mientras curioseamos algunas de las casas flotantes que tanto abundan, hasta cruzarnos con dos canales transversales: Egelantiersgrastcht y Bloemgracht. Tal recorrido nos sirve para hacernos una idea cabal del barrio donde, dicen los lugareños, se respira el auténtico Ámsterdam.
Encrucijada del Dam
Conocido este, la siguiente decisión es brujulear para admirar el viejo Ámsterdam. El mejor camino es tomar la calle-canal Leliegracht o, un poco más abajo, la paralela Raadhuisstraat. Entre sus manzanas nos van quedando a mano la catedral reformista Westerkerk, de estilo renacentista; la casa museo de Ana Frank, el edificio de Greenpeace, o el ancho puente Torensluis.
En cuestión de nada ambas calles desembocan en la plaza del Dam. Dependiendo de la hora en la que el viajero la descubra esta plaza se encontrará con un lugar muy concurrido, de increíble movimiento, pues es el punto de intersección de avenidas y calles, de cruces de líneas de tranvía y autobuses y, por añadidura, obligado lugar de paso para los deambulantes turistas.
Atraídos por el Palacio Real que allí se encuentra o, a su vera, por la Niuwe Kerk, iglesia del siglo XV donde se corona a los reyes holandeses, la plaza del Dam es una encrucijada de excursiones, visitantes y lógicamente de lugareños. En la otra mano de la plaza destaca el Nationaal Monument, obelisco de mármol de 20 metros de altura con el que se rinde homenaje a las víctimas de la segunda gran guerra mundial, y en un lateral se asienta el museo de cera de Madame Tussaud.
Ahora bien, si el paseante curioso transita por allí a horas menos tempestivas, de noche, el lugar gana en sosiego y encanto, pese a que ninguno de los monumentos citados descollé de forma notable. Son el entorno, con la tenue iluminación nocturna, y el ambiente noctámbulo y divertido los que le dan otro aire a esa plaza.
Neón rojo
Resulta que por allí van los que entran y pasan los que salen del Barrio Rojo, uno de los símbolos de la ciudad. Desde un costado de esa plaza, que es el corazón de Ámsterdam, se accede a esta otra víscera urbana y uno de los elementos que forjan la personalidad de la ciudad. Lo que en cualquier otra capital sería un lugar de mala reputación, un barrio marginal, en Ámsterdam el atractivo Barrio Rojo resulta un lugar agradable, tranquilo y seguro.
Dicen de este Barrio Rojo que es único en el mundo. Que los trotamundos juzguen. Para el paseante curioso es visita obligada. Resulta tan llamativa la originalidad con la que se ejerce la prostitución y se comercia con el sexo como la naturalidad con la que se contempla y acepta.
Adentrarse en el Barrio Rojo equivale a zambullirse en un inmenso escenario urbano decorado por infinidad de vidrieras y escaparates con luces de neón tras las cuales las prostitutas son un espectáculo en sí mismo. Ellas, a un lado del cristal, se exhiben; vestidas con lo imprescindible, la luz roja acrecienta y resalta sus encantos. Del otro, clientes y curiosos pasan, se detienen y observan. Entre esos miles de paseantes uno encuentra gente y tipos a los que no se imaginaría, a parejas, a gente solitaria, joven, menos joven, a grupos de hombres, de mujeres, a matrimonios, a excursiones enteras Todos deambulan con total naturalidad. Cuando hay interés por alguna de las dos partes, se abre la cristalera, se negocia y si se aceptan las condiciones, el cliente, o la pareja, entran y se echa la cortina.
De noche el Barrio Rojo es un hervidero. Entre curiosos, turistas y usuarios, ambas manos de las calles Oudezijds Voorburgwal y Oudezijds Achterburgwal, paralelas entre sí, y un puñado más de transversales (algunas tan estrechas que apenas cabe una persona por ellas) con sus correspondientes puentes se encuentran atiborradas de gente que principalmente va a curiosear, todo sea dicho. Porque en aquel barrio, además de esos iluminados y carnales escaparates -hasta 400-, proliferan otros negocios dedicados y relacionados con el sexo y sus variantes: desde la venta de lencería o aparatos sexuales, a sex-shops y clubes de actuaciones en directo, pasando por un museo erótico o tiendas dedicadas a todo tipo de especialidades. Y pubs, y teatros, y cervecerías.
También hay una iglesia, una bonita iglesia rodeada de escaparates. En mitad del Barrio Rojo se levanta la Oude Kerk, el templo religioso más antiguo que existe en Ámsterdam. Gótica del siglo XIV, con una gran planta, interesantes vidrieras y, para quien le guste lo de las vistas panorámicas, con un bonito campanario, esta ‘iglesia vieja’ se encarga de poner el contrapunto al barrio.
Como en toda la ciudad, en la zona proliferan los denominados ‘coffeeshops’. Esos establecimientos, donde el café es lo de menos y lo de más fumar libremente hachis y marihuana, representan otro de los símbolos de Ámsterdam y son signo de la bien ganada fama de tolerante que adornan a esta ciudad. En su interior se puede consumir alguna de las mil variedades de origen y calidad que se ofrecen (afgano, marroquí, nepalí ) con el único riesgo de que tras optar por fumarse algo fuerte haya luego que salir a la calle a orientarse en ese difícil entramado de callejuelas o a esquivar bicicletas.
Reino de la bicicleta
De noche no. Pero si es de día, ojo. Ámsterdam parece hecha tanto para pasearla como diseñada para recorrerla en bici. Y estos artilugios de dos ruedas lo llenan, lo invaden y lo ocupan todo. En la capital holandesa los automóviles disponen de cuatro grandes arterias, y poco más, para circular, mientras el resto de calles se peatonalizan y se llenan de tranvías y carriles-bici con preferencia, haciendo inviable o nada práctico el uso del vehículo. Lo que se gana en tranquilidad, en ausencia de ruidos y contaminación hay que invertirlo en precaución ante el continuo trasiego de bicicletas, de miles de bicicletas.
Quienes no están acostumbrados a ese ‘tráfico’ sostienen que andar por las calles de Ámsterdam es un deporte de riesgo para los peatones despistados. Lo cierto es que nunca antes habrá visto ni verá tantas bicicletas juntas o en movimiento. El cálculo oficial es que existen casi tantas bicicletas como habitantes, con lo que el viajero curioso colige que los nativos no andan, pedalean, y los que se ven andando son turistas.
Llama la atención, no obstante, el desaliñado aspecto de las bicicletas: viejas, negras, cutres, casi nada cuidadas, alguna sin frenos Resulta que ese aspecto lo cultivan a propósito sus dueños como antídoto para evitar su robo, aunque por los datos oficiales que se manejan es una estrategia discutible, pues cada año unas 50.000 bicis cambian de dueño a la fuerza.
Pero las bicicletas, más que asustar, asombran por los lugares donde llegan a ‘aparcarse’ (barandillas, árboles, farolas, bolardos, rejas de las ventanas) y por las cantidades que uno llega ver juntas en las inmediaciones de una estación, de un instituto o de una zona de oficinas. Sorprende que luego cada cual sea capaz de encontrar la suya.